viernes, 4 de diciembre de 2015

La ironía del juego

Hidalgo estaba sentado en la penumbra del comedor de su casa. Miraba el reloj seguido. Su mamá, con el delantal de cocina puesto le repetía; “aún es la hora de la siesta”. Llegado el momento, todos los chicos se reunían y comenzaba la travesía. Algunos corrían  y otros en bicicleta, iban en busca de aquel lugar. Él tenía la suya, pero en ocasiones, corría, para acompañar a Juan y a sus hermanos.
   Juan tenía 8 hermanos. A la mañana iba a la escuela. Cada día lavaba su ropa para llegar impecable.  En clase clavaba los ojos en los renglones en blanco del cuaderno. Aprendía lo que podía. En el recreo se sentaba utilizando paredes como respaldo mientras perdía su mirada. Las agujas del reloj para él estaban clavadas. Pero no decía ni mú. 
   Terminado el escaso almuerzo, Juan  hacía la tarea. Se sentaba sin recibir órdenes y tampoco ayuda. Finalizados los deberes salía en busca de sus vecinos para jugar. Bah… ellos jugaban.
   Juan, Hidalgo y  algunos más, llegaban a ese lugar que tanto les gustaba. Corrían, cortaban frutas, se las tiraban entre ellos, buscaban escondites, cazaban palomas y varias travesuras más. Cuando comenzaba a bajar el sol, las voces se esfumaban y quedaban los vestigios del juego: frutas aplastadas, palomas muertas…
   Los chicos empezaban a desaparecer, pero Hidalgo siempre esperaba a Juan, su fiel amigo, 
-Andá Hidalgo, yo espero a mis hermanos. Así mamá no nos reta.
   Era probable que cuando llegaran, su mamá no estuviera, pero a Juan le gustaba decir eso.
   Y así pasaba la infancia entre frutas y palomas; juego y hambre; ironías y realidades; angustia y amistad.
   Los días de lluvia nadie salía a jugar. Todos se divertían esperando que por la ventana se asomara el arco iris. Para Juan, el arco iris perdía sus colores. 
   Lo que no entendía Hidalgo, es por qué Juan nunca quería volver con él. Le ofrecía su bicicleta, sabía que adoraba  deslizarse sobre las dos ruedas como si se comiera el mundo, pero tampoco así aceptaba.
   Hidalgo luego del ofrecimiento, cabizbajo y dubitativo, volvía a su casa. 
Y un día…cuándo el sol daba la señal del regreso, preguntó:
-Juan ¿Por qué nunca te querés volver conmigo?
-Porque espero a mis hermanos. Mis padres quieren que volvamos juntos.
Pero Hidalgo no se quedó  conforme. Al otro día, saludó a Juan sin preguntar nada. Tomó la bicicleta del manubrio con calma y comenzó a caminar. Pasos intranquilos. Cada tanto miraba hacía atrás. Cuando llegó a la esquina, en silencio dejó la bicicleta en el piso. No le importaba que lo retaran por llegar retrasado. Solo quería entender a su amigo para brindarse. Clavó la mirada expectante.
   Pasó el tiempo. Hidalgo comienza a inquietarse. No quería llegar muy tarde porque la penitencia iba a ser fuerte. Pero ya estaba ahí. Solo le quedaba esperar. 
   A sus oídos comienzan a llegar varias voces y pasos bien marcados. Se oculta mejor. No quiere que su amigo se enoje y espera…
   Era Juan con sus  hermanos. Hidalgo  observa. Se queda un rato pensando y atónito vuelve a mirar. Eran ellos.  Cada uno abrazaba los vestigios de las frutas y carnes de guerra. Hidalgo entiende… 
   
            Juan no iba a jugar.








1 comentario:

  1. Tu ficción, Luciana, es espejo de la realidad de muchos chicos, desgraciadamente.

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