Vibraba
suave el aroma áspero de la habitación.
Los dos
acostados, cada cual en su cama y ambas miradas clavadas en el techo.
Mis ojos
abiertos, deambulando por el cuarto entre pensamientos. El ambiente invadido
por un avasallante silencio, sólo el susurro de nuestras respiraciones marcaba
la existencia.
Y no nos animábamos.
Centellas de
luz se asomaron por la ventana, siguiendo las grietas del suelo, reflejo de la
luna que cuelga del universo.
Mis ojos seguían
las fisuras de la madera del techo y los pensamientos intactos.
El insomnio
levantó con cautela mi mano derecha, que doblada la ubico detrás de mi cabeza.
Estábamos
ahí, el aire cada vez más frío y ninguno se animaba.
Mi cabeza me
interrogaba, varias dudas volaron de mis pensamientos, ¿Qué es lo que está
pasando? o acaso no pasa nada?
Sus suaves movimientos hicieron crujir la cama. La esperanza de que aún esté
despierto plagó mi cabeza.
Pero su
respiración era cada vez más fuerte.
El deseo de
pasarme de cama no me dejaba dormir. Sólo quería por un instante que nuestras siluetas dormidas dancen, hasta brillar de placer.
Mi cuerpo aumentaba
su temperatura, y cuando chocaba con el frío de la atmósfera, las gotas de
dolor acariciaban mi piel desnuda, deslizándose.
Mis ojos
desvelados daban vueltas por toda la habitación, empapados en rocío.
Seguíamos
sin animarnos.
Las
respiraciones en conjunto cantaban al compás del deseo, llegando a la melodía
del sueño.
Una melodía
que se fue apagando, hasta que no sonó más.
Y así nos
hundimos en la soledad. Esa noche. Mi cuerpo transpirado. La habitación fría.
La música se apagó.
Y no me
animé.
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