La calle está
despejada. Es un día de esos que no dicen mucho. El cielo está totalmente
cubierto por nubes. Algunas más claras y otras que se imponen. Se escucha el
silencio de la ciudad desértica.
Vamos de la mano,
caminamos de acá para allá como si estuviéramos enredadas. Yo la miro desde
abajo, y cada paso que da son tres míos. Por momentos voy a la rastra. Aceleramos
la marcha, frenamos, piensa y luego volvemos.
Cuando se distrae, su
cara repercute preocupación, pero si se da cuenta que la estoy mirando
enseguida me transmite serenidad. El ímpetu de su destreza no lo puede
disimular. Su mano me comienza a transmitir sudor y fragilidad. No sé qué pasa,
pero confío. Ella nunca me defraudó, siempre me cuidó. Me entrego a su abrigo,
y siento el calor de la tranquilidad.
Frenamos, la rigidez de la mano se sintió. Yo
no decía ni mú. Ella mira hacia ambos lados como si estuviera en una
encrucijada, en medio de una laguna. Esta vez no ocultó el desasosiego.
Nos perdimos, dice mi madre…
…… y el mundo se me
cayó.
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